Post-verdad, sesgos, transferencia y pensamiento crítico
Post-truth, bias and critical thinking
Fecha de recepción: 22 de noviembre de 2021/Fecha de aprobación: 17 de diciembre de 2021
Edison Otero Bello1
Resumen
En este texto se abordan problemas diversos de los que adolecen las definiciones, la pedagogía y las implementaciones programáticas del ámbito del pensamiento crítico. Con este propósito se analizan cuestiones que acaparan la literatura divulgatoria y las dinámicas mediales, diagnósticos inspirados desde diversas perspectivas como la psicología cognitiva, el sesgo cultural de un monto significativo de investigación, algunas experiencias prácticas en diferentes zonas del planeta, y temas asociadas a la transferencia desde los ambientes educativos a las realidades sociales. Se proponen, en fin, abordajes alternativos para estas problemáticas.
Palabras clave: post-verdad, sesgos metodológicos, transferencia, pensamiento crítico.
Abstract
This text deals with various problems that suffer from definitions, pedagogy and programmatic implementations in the field of critical thinking. For this purpose, issues that capture the informative literature and media dynamics are analyzed, inspiring diagnoses from various perspectives such as cognitive psychology, the cultural bias of a significant amount of research, some practical experiences in different areas of the planet, and issues associated with the transference from educational environments to social realities. Finally, alternative approaches to these problems are proposed.
Keywords: post-truth, methodological biases, transference, critical thinking.
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En un breve texto de 2018, que oficia de preámbulo a una antología de escritos de diversos autores dedicada al problema de la seudo ciencia, Scott O. Lilienfeld
–profesor de Psicología de la Universidad estadounidense Emory– sostiene que nos encontramos progresivamente viviendo en un mundo de post-verdad en que las emociones y las opiniones pesan más que los hallazgos bien establecidos a la hora de evaluar afirmaciones (2018, xii). Abordar una tesis tan categórica y abarcante constituye un desafío de proporciones para cualquiera.
Tal vez, un camino más productivo y convincente consista en acudir a otro autor o autores para someter la afirmación de Lilienfeld a algún contrapunto. En 2007, otro profesor de psicología –Daniel T. Willingham– se refiere a los desalentadores resultados que confirman la dificultad de enseñar pensamiento crítico, lo cual es citado como referencia por el anteriormente citado Scott O. Lilienfeld en un artículo sobre estrategias para combatir la generalizada propensión de las personas para mantener sesgos sobre los más diversos asuntos (2009).
La afirmación de que vivimos en una era de post-verdad, por cierto, tiene partidarios y contradictores. Entre estos últimos figura Steven Pinker, un personaje prominente de la intelectualidad estadounidense. Pinker aplica al aserto su propia lógica. Si se sostiene que estamos en una era de post-verdad, en que no importan ni los hechos ni las evidencias, no se puede pretender que sea una afirmación verdadera simplemente porque en una era tal no hay modo de verificar la verdad o falsedad de nada. Entonces, la afirmación es falsa y no estamos viviendo en una era de post-verdad (Pinker 2019). El argumento recuerda espontáneamente la clásica paradoja de Epiménides, que los estudiantes de lógica aprenden en sus primeros pasos. Mientan o no mientan los cretenses, que lo diga un cretense conduce a un callejón sin salida. Si A es falsa, entonces B es verdadera, y viceversa. Lo que queda a la vista es que incluso negando que haya estándares de verdad, neutralidad y objetividad, no hay modo de afirmarlo sino es recurriendo, precisamente, a los estándares que se pretende inválidos o inexistentes.
Lilienfeld dice que nos encontramos progresivamente viviendo en una era de post-verdad. El adverbio ‘progresivamente’ sugiere que se está produciendo una tendencia en dirección a un estado de cosas que se describe como post-verdad. Lo cual supone, necesariamente, que esta tendencia proviene de otro estado de cosas anterior en el que ello no ocurría. Por lo demás, lo plantea la idea misma de post-verdad: se trata de una época, era o como quiera llamársele, en la que primaba la verdad y en que las personas no se dejaban guiar por sus emociones y opiniones. Reinaban, pues, los hallazgos bien establecidos. Si hay una época en desarrollo progresivo a la que se califica como post-verdad, tiene que haber habido otra anterior en que la verdad era un valor sustantivo para las personas. Algo post supone algo pre. Se infiere de todo lo anterior, también, que la eventual existencia o inexistencia de la post-verdad puede dilucidarse comprendiendo la condición inicial desde la cual se puso en marcha su proceso progresivo de expansión y copamiento.
Según lo formula el argumento, esa condición inicial era un estado de cosas histórico-social-cultural en el que prevalecía la verdad sin contrapeso. Sin más rodeos: ¿cómo es posible ratificar ese diagnóstico? La historia escrita podría darnos sobradas razones para desconfiar de esa conclusión. Es lo que le ocurre a todas las afirmaciones universales categóricas. ¿Cómo confirmarlas o, por el contrario, refutarlas? Pensemos en afirmaciones cómo la maldad global de la condición humana, o la bondad del género humano, o la preeminencia del egoísmo y la ambición personal. La cuestión está perfectamente establecida en la tradición filosófica y se conoce como el problema de la especificación. Una persona se arroja al río turbulento intentando rescatar a un niño que es arrastrado por las aguas; cualquiera sea el desenlace, el hecho parece probar la condición altruista; sin embargo, y por sí mismo, tampoco desacredita la versión pesimista de la condición humana. Albert Camus refiere el caso de un oficial alemán durante la ocupación en Francia; ordenó fusilar a decenas de personas en una ciudad pequeña y, al mismo tiempo, era un dedicado protector de todo tipo de animales (excluidos los humanos, por cierto). Y así, se puede hacer disquisiciones en un sentido y otro, interminablemente.
No es menos problemático especificar la preeminencia de la verdad en los tiempos ya idos. Muchos siglos fueron testigos de la continuidad de la institución de la esclavitud, sobre la base de sostener que los esclavos eran seres vivos de una condición inferior, no-humana. Lo mismo creyeron los nazis respecto de los judíos, y los bolcheviques respecto de los homosexuales, los intelectuales, los campesinos, los cristianos ortodoxos, los ucranianos. Centenares de pueblos fueron acosados, aplastados y exterminados en nombre de creencias que así lo justificaban. ¿Eran moralmente correctas esas creencias? ¿Y qué decir del ejercicio del poder en cualquier época? ¿Cómo podría desmentirse la práctica sistemática del engaño, la mentira, el ocultamiento de información, la secuencia de intrigas y conspiraciones de todo tipo, la dinámica de los intereses, el libre despliegue de la codicia, la egolatría, el abuso, la fuerza militar y policial, la discriminación, la ambición sin control? Un simple recuento como éste, ¿cómo calza con la idea de una hegemonía de la verdad? Agreguemos todavía, como un antecedente más entre tantos otros, que durante larguísimos períodos los habitantes del planeta permanecieron en menesterosas condiciones de vida y se mantuvieron fatalmente alejados de las posibilidades de aprender a leer y escribir. Esa condición los condenó a limitaciones insalvables para el acceso al conocimiento. El que muchos autores pudieron dar a algunas épocas el nombre de ‘edad de la razón’, constituye la arrogancia optimista de élites intelectuales auto-referentes inocultablemente minoritarias.
Al más neutral de los observadores, la historia humana se presenta como un escenario desastroso. El propio Hegel no pudo sino admitirlo, sólo para sostener a continuación, que bajo esa tenebrosa apariencia el espíritu experimentaba su desarrollo subterráneo hacia la autoconciencia (Hegel 1994). La ejemplificación puede multiplicarse tanto como se quiera sin modificar la pregunta que se impone: ¿cómo puede llamarse a todo ello un mundo de la verdad en el que, supuestamente, ni las emociones ni las opiniones han podido prevalecer por sobre un cúmulo de hallazgos bien establecidos?
Supongamos que la época de la verdad (implicada en la tesis del advenimiento de los post-verdad) ha sido un hecho, una realidad inobjetable. Si lo concedemos, la entera historia de la filosofía queda condenada al más demoledor de los juicios críticos. ¿Qué estaban haciendo las presocráticas al proclamar la posibilidad de pensar que el sentido de la realidad y su origen podían buscarse dejando atrás las leyendas, el mito y las tradiciones de su propio tiempo? ¿Y qué pretende Sócrates proclamando la importancia de reconocer la propia ignorancia y su empeño en poner a la vista la arrogancia de los que dicen saber y no saben? ¿Y qué tiene en mente Platón al elaborar la alegoría de la caverna y su convicción de la posibilidad de transitar desde un mundo de sombras a una realidad de iluminación? ¿Y qué decir de Aristóteles, sosteniendo la inclinación natural de los seres humanos al conocimiento y, al mismo tiempo, identificando las múltiples formas de falacias que obstaculizan el pensamiento correcto? ¿Y por qué pudo desarrollarse una potente y consistente tradición escéptica que extiende su influencia desde Pirrón y al menos hasta David Hume?
En pleno siglo XVII, Descartes pudo relatar que había aceptado desde temprano en su vida muchas opiniones falsas y que debía abordar de una buena vez la tarea de desprenderse de todas ellas si es que deseaba establecer ideas firmes en las ciencias. Esta decisión ha sido identificada como un proyecto intelectual característico de la era moderna. Dos décadas antes y en un tenor notoriamente idéntico, el británico Francis Bacon escribió que “Los ídolos y nociones falsas que ya han absorbido el entendimiento humano y están profundamente enraizados en él, no solo acosan las mentes de los hombres de modo que se vuelve difícil acceder a ellas, sino que aun después de haberlo obtenido, nos encontraremos con ellos otra vez y nos estorbarán en la instauración de las ciencias a menos que el hombre, advertido contra ellos, se proteja contra ellos con todo el cuidado posible” (1949, 85-86)
Se pudiera continuar con muchos más ejemplos, con el mismo rasgo común: el peso muchas veces incontrarrestable de las creencias, las opiniones, los prejuicios, la ignorancia, y el esfuerzo por sobrepasar tal estado de cosas y alcanzar algún grado de conocimiento confiable al que pueda denominarse ‘verdad’. Ningún pensador significativo pudo sostener que su punto de partida era la verdad: ¿Qué sentido podía tener, entonces, cualquier interrogante, cualquier indagación, cualquier investigación?
Tal como no ha habido jamás una era de la verdad, tampoco hay ninguna época reciente de la post-verdad. En consecuencia, necesitamos preguntarnos por la aparición de semejante afirmación. No se la encuentra en el ámbito de las ciencias duras. Más bien, hay que desplazarse hacia las ciencias sociales y las humanidades. Y aunque algunos papers y algunos libros abordan el asunto, no se trata de una tendencia predominante. Si continuamos nuestra búsqueda, nos hallaremos con la constatación de que tal afirmación abunda en mucha literatura de divulgación y, sobre todo, en revistas y periódicos. De hecho, la popularización del término ‘post-verdad’ puede rastrearse en los medios de comunicación y las redes sociales. Periódicamente, una palabra es echada a rodar y se vuelve recurrente. Un intelectual oportunista, un escritor circense, un medio sensacionalista –da lo mismo quien- inventa la expresión y, de pronto, está circulando en muchos circuitos. El pasado reciente muestra ejemplos para todos los gustos: paradigma, cambio de paradigma, emprendimiento, innovación, millenials. La beatificación de ‘post-verdad’ ocurrió en 2016: el diccionario Oxford calificó la expresión como la palabra del año. ¿Habrán recurrido a una medición medianamente confiable? Se trata de una comezón provinciana. Sería una exageración rotunda creer que todo el mundo, y en cada rincón del planeta, todas y todos han adoptado la palabra. Por cierto, se trata de mareas que van y vienen. En un par de años, o algo así, la post-verdad vivirá su agonía y será reemplazada por otro artefacto de igual desnutrición neuronal, destinado al consumo de quienes necesitan renovar su vocabulario como signo de actualidad y de estar a la moda. La post-verdad, como otras palabras antes, tienen algo en común: no han sido pensadas. Más bien, son garabateadas. El concepto de post-verdad es un ejemplo nítido de lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) identificó como filosofía rápida o chatarra: fácil de producir, fácil de consumir.
Así define post-verdad el Diccionario Oxford: “adjetivo…que denota circunstancias en que los hechos objetivos son menos influyentes en conformar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales”. Dicho así, ha habido post-verdad desde tiempos remotos y no constituye nada nuevo. Entonces, los filósofos a los que hemos aludido en párrafos anteriores tenían toda la razón en sostener lo que sostuvieron: la necesidad de remontar los obstáculos que se interponen en el propósito de establecer la verdad sobre esto o aquello. Y entre los obstáculos, habría que agregar a los medios de comunicación y a la profesión periodística en tanto máquinas de producción de neologismos que ellos mismos propagan y consumen.
El psicólogo cognitivo y neuro cientista Daniel J. Levitin asegura que “una era de post-verdad es una era de obstinada irracionalidad, que hace retroceder los grandes avances que la humanidad ha hecho” (2017, xiv). Parece una frase para el bronce. Pero es equívoca, imprecisa, negligente, ambigua. En el pasado, ¿hubo una irracionalidad no obstinada o no tan obstinada, que permitía los grandes avances? Hoy sería tan obstinada que neutraliza los grandes avances.
Por otra parte, el filósofo Lee Mcintyre formula la siguiente aseveración: “El uso selectivo de los hechos que respaldan la propia posición, y el rechazo total de los hechos que no la respaldan, parece ser parte de la creación de la nueva realidad post-verdad” (2018, 32). La expresión ‘uso selectivo’ recuerda, por cierto, el tema de los sesgos, asunto que ocupa, comprensiblemente, a muchísima literatura de corte cognitivista preocupada del modo cómo piensan los seres humanos. Sólo que resulta un despropósito sostener que tal conducta proporciona lo suyo a una ‘realidad’ post-verdad. ¿Será demasiado decir que el ‘uso selectivo’ no constituye nada nuevo y que está descrito y archi descrito a través de la historia. El paneo que hemos hecho de los filósofos describiendo los obstáculos para el avance del conocimiento basta como testimonio. Así, otra vez, la post-verdad no es más que un envase nuevo para viejos brebajes y una pieza demostrativa de la tentación sensacionalista que invade a sectores intelectuales desde la práctica periodística y publicitaria. Mcintyre inicia el prefacio de su libro con estas reflexiones: “Mientras escribo esto –primavera de 2017– no hay tópico más ardiente de conversación que la post-verdad. Lo vemos en los titulares de los periódicos y en la TV. Lo escuchamos en las conversaciones en los restoranes y en el ascensor” (xiii, 2018). ¿Es representativa la muestra que describe? ¿todos los periódicos y todas las cadenas de TV en el mundo? ¿todas las conversaciones en todos los restoranes del mundo? ¿todos los ascensores? Todas las conversaciones en todos los restoranes del mundo ni siquiera constituyen el universo completo de todas las conversaciones que los seres humanos tienen habitualmente. A juzgar por las ejemplificaciones que aparecen en las páginas del libro de Mcintyre, está refiriéndose a los Estados Unidos y a ámbitos específicos como la política. Estamos frente a un caso de etnocentrismo agudo. Lo cual ocurre igual con Levitin y con Lilienfeld. Nadie estaría en desacuerdo en precisar que el asunto que está en juego es el de la verdad. ¿Dónde se juega la verdad? ¿en los restoranes, en los ascensores, en los periódicos, en la TV? Supongamos que nos convoca reflexionar sobre el problema de la verdad en la biología molecular, la física cuántica, las neurociencias, ¿será en la TV que tendremos referencias sustantivas? ¿en los periódicos, en los restoranes, en los ascensores? Tampoco sería el caso tratándose de psicología, antropología, o sociología. No hay modo de plantearse siquiera el problema de la verdad con esa clase de referencias. Mcintyre practica una clase de sensacionalismo intelectual. Brilla y pierde su brillo con igual velocidad.
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El libro de Daniel J. Levitin lleva el subtítulo de ‘Cómo pensar críticamente en la era de la Post-Verdad’, lo cual implica que el autor considera al pensamiento crítico como un antídoto o una terapia efectiva contras las mentiras y las noticias de la era que vivimos. No es audaz sostener que una convicción tal está profundamente extendida y arraigada en muchas instituciones educacionales, por todo el planeta y en cualquier de sus niveles.
¿Existen fundamentos para semejante convicción? ¿No se basará, más bien, en posturas optimistas, en ingenuidades, en supuestos no analizados? El hecho es que diversos autores recientes han coincidido en poner en duda los eventuales logros de varias décadas de implementación de programas, estrategias y experiencias destinadas a promover el pensamiento crítico en las aulas y fuera de ellas (Correia 2018, Haidt 2019, Hatcher 2013, Lilienfeld et al. 2009, Willingham 2007/2019, entre otros). Por cierto, ya constituye una dificultad significativa el intento de hacer que lo aprendido en el aula (en el caso de ocurrir) transite sin tropiezos en la vida cotidiana más allá del aula. Mucha literatura supone a priori que esa transferencia ocurre, y lo hace fluidamente, lo cual implica creer que lo que sucede fuera del aula es, cognitivamente hablando, similar a lo que eventualmente sucede en el aula. La evidencia apunta, más bien, en la dirección contraria. El equívoco es el resultado de una trampa instalada por un modo de pensar predominante racionalista, particularmente en la trayectoria de la filosofía occidental. A partir de esa tradición, se supuso que los seres humanos eran esencialmente, y ante todo, racionales. Para ser justos, no se trata de una creencia habitual, ni todo el tiempo ni para todos los filósofos significativos. Desde David Hume hasta Friedrich Nietzsche al menos –pasando por el Romanticismo– se generaron severos cuestionamientos de la tesis de la racionalidad. En suma, los balances sobre los logros en la implementación pedagógica del pensamiento crítico se han encontrado con obstáculos mayores que ejercen el rol de cinturones protectores de las creencias de los sesgos que las personas y los grupos desarrollan y los vuelven inmunes a su transmisión y adopción.
Tales balances, en consecuencia, plantean una duda razonable sobre los seres humanos como entidades principalmente, cuando no exclusivamente, racionales e indican causas sobre el particular. Estas causas, digámoslo, es lo que tenían en mente los filósofos considerados en nuestro breve paneo histórico. Los sesgos, los prejuicios, las creencias carentes de evidencia a su favor, son obstáculos para el pensamiento crítico. Pero, y esto es crucial, lo han sido siempre desde tiempos remotos. Esto hace insostenible la hipótesis de una recientísima época de la post-verdad y su asociada, la idea de una supuesta época anterior de la verdad, hoy en retirada. En el ámbito específico del pensamiento crítico y sus escasos logros, no ya solamente en las aulas sino, todavía más, en la vida social en general, hay quienes identifican la raíz del problema en la inexistencia de una definición consensuada entre todos los especialistas (Johnson and Hamby, 2015). Se trata de una legítima preocupación lógica y metodológica, sólo que adolece de referencias a los contextos extra aula. Se infiere, a partir de tal preocupación, que alcanzar una definición de aceptación generalizada entre los expertos resolvería la escasez de logros eficaces de la pedagogía asociada. Pero una cosa no se sigue de la otra. Hagamos una pregunta que se impone por sus propios méritos: ¿qué es aquello que vuelve inmunes a las personas (dentro y fuera del aula) a los esfuerzos por enseñar y expandir el pensamiento crítico? En honor a la verdad, la terminología a la que se ha recurrido para identificar la causa es generosamente variada: prejuicio, sesgo, dogma, superstición, ignorancia, irracionalidad, error, conformismo, credulidad, fanatismo, ideología, etc. Los filósofos de la Ilustración europea del siglo XVIII dedicaron muchas páginas a la identificación y la denuncia de estas conductas sociales y su responsabilidad en la obstaculización del pensamiento autónomo, abierto e interrogador y constituyeron de allí en adelante un modelo a seguir para la filosofía, las ciencias sociales y las humanidades.
En perfecta sintonía con las afirmaciones precedentes, Paluck y Green han sostenido, por ejemplo, que “de acuerdo a muchos estándares, la literatura psicológica sobre el prejuicio se ubica entre las más impresionantes en toda la ciencia social” (2009, 340). Dicho lo cual, los autores asumen la tarea de revisar y evaluar tal literatura, esfuerzo que adquiere de suyo un valor difícil de desmentir. Distinguiendo entre investigaciones experimentales y no experimentales y diferenciando entre sub-especies de estos géneros, Paluck y Green abordan los experimentos de laboratorio: “Una consideración más amplia es que las intervenciones de laboratorio con frecuencia están separadas y abstraídas de sus modalidades en el mundo real” (2009, 349). Unos párrafos más adelante, afirman: “La falta de correspondencia entre las condiciones de la vida cotidiana y los entornos de los experimentos de laboratorio, puede resultar particularmente dañina para la investigación sobre el prejuicio” (2009, 350). Entre sus recomendaciones, Paluck y Green se pronuncian por la necesidad de más experimentos de campo, en tanto constituyen una prometedora vía en la identificación de evidencia en favor de determinadas estrategias que apuntan a la reducción social del prejuicio.
En el inicio mismo de su texto, los autores formulan una definición de lo que es un prejuicio: “sesgo negativo sobre una categoría de personas, con componentes cognitivos, afectivos y conductuales” (2009, 340). Es interesante enfocar la atención en la aparición del concepto de ‘sesgo’ en esta definición. Si acudimos a Elliot Aronson, un psicólogo social estadounidense conocido, autor de un libro con muchas ediciones sucesivas que data de de 1972, sostiene: “Definiremos el prejuicio como una actitud hostil o negativa hacia un grupo distinguible basada en generalizaciones derivadas de información imperfecta e incompleta” (2000, 283). No es tema de estas líneas evaluar la conveniencia de una u otra caracterización de lo que sea un prejuicio. ¿Habrá un logro significativo de tipo conceptual al introducir de la idea de sesgo? ¿Y lo habrá si el énfasis se pone en lo cognitivo, lo afectivo o lo conductual? ¿O se trata de concepciones intercambiables? El hecho a rescatar es la progresiva desaparición del concepto de prejuicio y su reemplazo, en la literatura psicológica, por el de sesgo.
Lilienfeld, Ammirati y Landfield califican de ‘enorme’ el conjunto de la investigación psicológica relativa al impacto de los sesgos, pero lamentan la escasez de investigación psicológica en materia de estrategias para reducirlos. Los autores aspiran a una eficacia significativa de su disciplina en la formulación de métodos y técnicas para la eliminación de los sesgos en algo que podría, a gran escala, convertirse en la más importante contribución de la psicología en “la reducción del extremismo ideológico y los conflictos inter e intra grupos” (2009, 391). Resulta difícil sustraerse a la impresión de estar frente a un caso de optimismo disciplinario etnocéntrico. De entre la diversidad de tipos de sesgos, los autores se concentran en el sesgo de confirmación, caracterizado como aquel que consiste en buscar evidencia que respalde las propias creencias o puntos de vista y que ignora sistemáticamente, o reinterpreta, la que los contradice. Digamos al respecto que se trata de una dimensión cognitiva que está recogida explícitamente por la definición de prejuicio de Elliot Aronson.
Al área de investigación sobre los sesgos le está asociada aquella focalizada en las estrategias o las técnicas diseñadas para reducirlos o eliminarlos. La expresión inglesa es ‘debiasing’. En varios artículos, los respectivos autores se preguntan si el pensamiento crítico es una estrategia eficaz para tal objetivo. La respuesta es, generalmente, escéptica; así se plantean Lilienfeld, Ammirati y Landfield, Mercier y Sperber, Beaulac y Kenyon, entre otros.
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Reiteremos en este diagnóstico formulado en el párrafo anterior. Daniel T. Willingham lo elabora en los términos siguientes: “¿Puede realmente enseñarse el pensamiento crítico? Décadas de investigación cognitiva apuntan a una respuesta decepcionante: verdaderamente no. Quienes han pensado en enseñar pensamiento crítico han asumido que es una habilidad, como andar en bicicleta y que, como otras habilidades, una vez aprendida puede aplicarse en cualquier situación. La investigación en ciencia cognitiva demuestra que no es esa clase de habilidad” (2007, 9). La evaluación que Willingham presenta refiere una disputa de décadas entre los expertos, aquella que distingue, por ejemplo, entre habilidades y disposiciones. Los autores ligados al Proyecto Cero de la Universidad de Harvard desarrollaron un enfoque disposicional del pensamiento, como un modo de escapar a las discusiones asociadas a la idea de habilidad/destreza (Tishman, 2002). Otra dificultad dice relación con la discrepancia entre concebir e implementar programas de pensamiento crítico que se materializan como cursos autónomos y paralelos al currículo de las especialidades y profesiones, y programas de pensamiento crítico que se conciben integrados a los contenidos de las diversas asignaturas.
Precisamente, Willingham considera que los resultados desalentadores dicen relación principalmente con los programas que intentan enseñar pensamiento crítico con independencia de contenidos temáticos disciplinarios. Esto explica que cuando los estudiantes intentan transferir estrategias de pensamiento desde el aula al medio social cotidiano, se enfrentan a dificultades insalvables. Se pregunta: ¿Por qué los estudiantes son capaces de pensar en una situación y no en otra?” (2007,10).. Por otra parte, Donald I. Hatcher manifestando su preferencia por la idea de enseñar pensamiento crítico inserto en las asignaturas de los programas, introduce una dificultad de carácter institucional asociada: “De este modo, dada la evidencia, pienso que es justo concluir que las opciones habituales para enseñar pensamiento crítico no están funcionando muy bien y, aunque en teoría el currículo a través del currículo parece una estupenda idea, creo que es pequeña la probabilidad de que los profesores de las disciplinas enseñen el conocimiento y las habilidades necesarias” (2013, 3). Algunas líneas más adelante, Hatcher abunda en su diagnóstico. Amén de sostener que no hay nada contradictorio o incoherente en la idea del pensamiento crítico como un ideal educativo integrado a las disciplinas, sostiene: “El problema que impide que este valioso objetivo se alcance en una medida significativa, yo diría, tiene que ver completamente con los profesores, con sus valores académicos, con sus propias formaciones, y con las realidades de la educación superior” (2013, 3). No es común hallar en la literatura del área un pronunciamiento de estas características. Lo común es pasar por alto las dimensiones institucionales, la organización concreta que estructura tantas universidades en facultades, departamento e institutos, entidades que desarrollan sus propias identidades culturales y que no escapan a la conformación de comportamiento corporativos etnocéntricos. Se trata de un obstáculo mayor. Resulta llamativa la abstención en la que la literatura incurre a este respecto, como si el optimismo y el voluntarismo fueran suficientes para persuadir y convencer. Por cierto, los problemas no se limitan a los ya indicados. Desde la segunda mitad del siglo pasado, las universidades están siendo cada vez más presionadas y estresadas para responder a las exigencias de la economía de mercado (Delbanco 2009, Watermeyer and Olssen 2016). Una lúcida exposición de esta generalizada situación está contenida en el libro Sin fines de lucro, de la filósofa Martha Nussbaum.
Por lo demás, muchas iniciativas intelectuales recientes tienen, precisamente, el tenor de una superación de las barreras institucionales en las que el saber queda atrapado y se ponen severas cortapisas a la integración disciplinaria. Un ejemplo entre otros es Creating Consilience, una publicación reúne las contribuciones de los participantes de un seminario realizado en la Universidad de la Columbia Británica, en Canadá, en el mes de Septiembre de 2008. Como el título lo indica, el encuentro tuvo como finalidad identificar puentes, vasos comunicantes o vías de integración entre las ciencias y las humanidades (Slingerland and Collard, 2012). Una visión siquiera básica del mundo académico planetario y de los diversos ámbitos de investigación revela que persiste una clara brecha entre los conjuntos que son identificados, grosso modo, como ciencias y humanidades. Los participantes del seminario venían de una diversidad de disciplinas y áreas temáticas: arqueología, antropología, filosofía, lingüística, economía, neurología, zoología, psicología, etc. El espectro cubre también los diferentes abordajes, desde los entusiastas del proyecto de integración entre ciencias y humanidades hasta quienes experimentan francos rechazos a la idea. Tal vez, la única carencia que pudiera enrostrarse a los participantes y a los editores es la ausencia de algún enfoque de sociología de la ciencia de inspiración histórica, puesto que es difícil inhibir la impresión de que muchas de las controversias y disputas tienen relación, más bien o quizás también, con realidades institucionales, con facultades y departamentos cuya continuidad en el tiempo parece estar fuertemente asociada a la perduración de la brecha descrita hasta la saciedad por la literatura pertinente. Un enfoque en términos de intereses grupales pudiera ser una vía de análisis no descartable a priori. El hecho, en fin, es que tal ausencia de integración y la pertinaz defensa de los intereses disciplinarios y profesionales corporativos, constituyen un obstáculo insalvable para el pensamiento crítico y su enseñanza. Admitamos, por cierto, que es difícil aceptar que un docente que no tiene formación disciplinaria específica pueda enseñar pensamiento crítico de un modo que luego se aplique automática y milagrosamente a contenidos y prácticas temáticas específicas y particulares. Pero, despejado el obstáculo del etnocentrismo disciplinario institucional (en el supuesto caso de poder despejarlo), no se resuelve el problema de cómo enseñar el pensamiento crítico.
Dicho todo lo anterior, ¿qué hacer, cómo hacerlo, por dónde ir? Algunos autores recientes indican algunas orientaciones de tipo general que pudieran tener sentido, sin perder de vista los diagnósticos analizados y los escenarios considerados. Beaulac y Kenyon identifican en el área una aproximación individualística que se enfoca en los individuos concebidos como “razonadores aislados que inician un auto monitoreo para alcanzar la auto regulación” (2018, 94). Se trata de una concepción del aprendizaje que enfatiza en dinámicas intrapsíquicas y recursos que producen cambios cognitivos. Por este camino, sostienen los autores, no hay logros significativos. El perfil exclusivamente cognitivo e intrapsíquico ha sido también cuestionado por Paul Thagard, aunque sin escapar al tenor individualístico. Thagard pone al acento en la necesidad de identificar las raíces emocionales de los argumentos que las personas desarrollan (2013, 8-9). De hecho, defiende “una concepción alternativa basada en evidencia según la cual la inferencia es, de hecho, muy diferente del argumento, de modo que el pensamiento crítico necesita proceder de maneras mucho más informadas por la investigación psicológica que por la lógica informal. En lugar de las falacias, muchas de las cuales son esotéricas y rara vez asumidas por las personas en situaciones reales, el estudio del pensamiento crítico puede considerar las tendencias erróneas a las que, de hecho, las personas son propensas, como lo muestra la investigación empírica” (2013, 9).
Ir más allá de las pedagogías del pensamiento crítico centradas en el individuo autónomo y sus procesos intrapsíquicos constituiría, pues, un avance significativo. Sin embargo, no se resolvería el problema de transferir los aprendizajes desde el escenario de la sala de clases a los escenarios de las interacciones sociales. La razón es seguramente simple: se trata de interacciones sustantivamente diferentes, cruzadas por variables que ni siquiera se plantean en la sala de clases. Dejar de centrarse en los individuos y sus procesos cognitivos y enfatizar en las dinámicas grupales ha sido una opción que, sin abandonar la sala de clases, califica como un tránsito no despreciable, aunque ciertamente trunco.
Johnson y Hamby se plantean en favor de la referida opción considerando, por ejemplo, a partir del tema de la metacognición. Indicada como una característica imprescindible de una disposición crítica, se refiere a la focalización de los propios procesos de pensamiento como objeto de la reflexión. Pero, sostienen los autores, ser auto-crítico no es suficiente porque, más bien, la auto-corrección es un rasgo esencial en una comunidad de pensadores y porque el reconocimiento de los propios errores es esencialmente función de los desafíos y las críticas que provienen de los otros implicados en una interacción reflexiva (Johnson and Humby 2016). Y si de avanzar hacia afuera de la sala de clases de trata, no hay modo de eludir la importancia de los contextos sociales e institucionales. Esto supone identificar procedimientos metodológicos que favorezcan dich0 cambio de entorno. Beaulac y Kenyon privilegian la aproximación consistente en el desarrollo del razonamiento en pequeños grupos, sin olvidar que “…ello deja ampliamente no asumida la pregunta de cómo crear y mantener circunstancias que estimulen el razonamiento en pequeños grupos en contextos más allá de la sala de clases” (2018, 96). Entrando en precisiones, Correia sostiene que “la idea es que el pensamiento crítico pudiera volverse más efectivo si fuera suplementado (…) por estrategias que se basan en estructuras extra-psíquicas, ambientales y sociales, más que simplemente en mejoramientos cognitivos a nivel individual” (2018, 107).
Parece razonable concluir provisionalmente que se suman planteamientos que favorecen un giro desde los cambios personales a los cambios contextuales. A partir de tal perspectiva es posible observar, también, cierto ejercicio de descarte en relación a tendencias y metodologías que han sido consideradas como cosa obligada en los currículos de pensamiento crítico. Por ejemplo, el énfasis en la toma de decisiones y la resolución de problemas (Johnson and Hamby 2015, Lim 2012), o en el manejo de la argumentación -lógica informal- (Correia 2018, Lim 2012). Pareciera soslayarse el hecho crucial de que la atmósfera cognitiva e interaccional de la sala de clases no funciona en la vida cotidiana no educativa. El gran supuesto subyacente es que, no importando el contexto, los sujetos siempre piensan del mismo modo y no son afectados o influidos decisivamente por variables culturales, sociales o históricas. Es el perfil que tienen muchos currículos de pensamiento crítico que lo identifican como un tipo de competencia necesario para la inserción exitosa de los estudiantes en el mundo laboral y para un desempeño eficaz en organizaciones y empresas. En cualquier caso, la operación es la misma y radica en el desperfilamiento de la expresión ‘crítico’. Así, enseñar a pensar reemplaza al propósito de pensar, no en general, sino de manera crítica y se convierte en una pedagogía funcional, por ejemplo, a las condiciones laborales en un sistema económico dado. El resultado es, en consecuencia, un modo de pensar inofensivo. Solamente un grado importante de ingenuidad podría dar pie a la idea de que todos los contextos serán siempre receptivos a los currículos de pensamiento crítico. A veces -sólo a veces-, se abordan específicamente las dificultades que las condiciones culturales y las tradiciones plantean a cualquier iniciativa de introducir programas de pensamiento crítico –cuyo valor es siempre atribuido y declarado independientemente de cualquier contexto.
Maura Sellars y ocho coautores examinan las vicisitudes de iniciativas educativas destinadas a introducir o reforzar el pensamiento crítico en Pakistán, Australia, Vietnam e India. Dado el hecho de que los contenidos de los diversos programas son función de definiciones poco integrables y, por tanto, poco comparables, resulta de mayor provecho conocer la eventual conjunción de tales programas y los países diversos en cuyas instituciones educacionales se intenta incorporarlos. A propósito de Pakistán, se describen así las cosas: “…una vez que el niño va a la escuela, el sistema educativo escolar desincentiva los hábitos de hacer preguntas y lo fuerza a adaptarse a la cultura existente de aprendizaje, siguiendo las reglas, volviéndose sumiso, silencioso y obediente” (218, 8). Se refieren las barreras culturales, sobre todo aquellas que dictan normas para las mujeres, de las que se espera se estén quietas y silenciosas de manera de ser más atractivas para una eventual propuesta matrimonial. Además, hombres y mujeres se sienten mal cuando se tocan asuntos relativos a la religión, se trate del Islam o del cristianismo. En suma, la cultura pakistaní predominante no resulta convergente con el pensamiento crítico, a menos que se trate de programas tan neutrales y abstractos como los que contienen materias del tipo de la solución de problemas, el trabajo en equipo, la identificación de falacias o la comunicación efectiva.
Habida consideración de las diferencias del caso, la situación de Vietnam tiene sus peculiaridades. Con una tradición altamente influida por el confucionismo, el taoísmo y, más recientemente, por las preferencias marxistas-leninistas de los grupos en el poder, el tejido cultural existente reafirma las relaciones fuertemente jerárquicas y la discriminación hacia las mujeres. Por otra parte, según se describe, las instituciones universitarias y los propios estudiantes han experimentado una fuerte disposición hacia una formación que les posibilite una incorporación exitosa a la economía de mercado y la integración global. Como es de esperar, los currículos marcan un claro énfasis en la autonomía individual, en el desarrollo de la creatividad, en una mentalidad abierta capaz de desarrollar abordajes desde diversos puntos de vista, con vistas a la solución de problemas que se presentan en un escenario laboral más exigente. Los autores manifiestan con claridad sus aprensiones acerca del grado en que las mencionadas competencias converjan con lo que eventualmente se entiende por pensamiento crítico (2018, 15).
Lo que resulta todavía incipiente en el caso vietnamita, aparece más nítidamente en el caso de India, un país cruzado por discriminaciones que tienen siglos, por la intolerancia religiosa y una persistente violencia que es padecida principalmente por las mujeres. La inclusión del pensamiento crítico en diversos pronunciamientos educacionales tiene un obstáculo mayor –amén de las realidades sociales y culturales indicadas- en la inexistencia de un profesorado en condiciones de responsabilizarse de un programa sistemático de pedagogía pertinente. Se trata, más bien, de tentativas superpuestas que parecen suponer su importancia no obstante las realidades culturales a las que se enfrentan. El caso australiano difiere de los casos anteriores por la acogida de formulaciones educativas que incluyen el pensamiento crítico, asociado estrechamente con el pensamiento creativo y trenzado con habilidades de comunicación eficaz. Sin embargo, tales pronunciamientos permanecen en una indiferenciada generalidad. La inclusión, en un currículo, de habilidades como “inquirir, identificar, explorar y organizar información e ideas…generar ideas, posibilidades y acciones…reflexionar sobre el pensamiento y sus procesos…analizar, sintetizar y evaluar el razonamiento y sus procedimientos” (2018, 12), adolece de especificaciones ineludibles. Tales requerimientos pueden ser satisfechos perfectamente por un curso básico de lógica informal y otro de solución de problemas y tomas de decisiones; así, resultan absolutamente indiferenciados y eso explica su pertinaz indiferencia de los contextos culturales, económicos y políticos. Con alta probabilidad, en el intertanto, se han esfumado los rasgos que caracterizan un modo de pensar ‘crítico’. Sellars y sus coautores admiten, como una suerte de síntesis de sus reflexiones, que “…la interacción humana, las relaciones de poder y las perspectivas pedagógicas que comprenden la enseñanza y el aprendizaje pueden no ser favorables para el desarrollo de las habilidades de pensamiento crítico” (2018, 24), aunque no buscan posibles causales en la formulación misma de las ‘habilidades’ de un modo crítico de pensar.
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Ahora bien, las dificultades para la concepción e implementación de programas o proyectos de pensamiento crítico no se agotan con todo lo referido en las secciones anteriores. Hay una en particular que parece singular y especialmente desafiante y en ella fijan su interés Joseph Enrich, Steven J. Heine y Ara Norenzayan, psicólogos investigadores de la Universidad de la Columbia Británica, en Canadá. Se trata de un artículo titulado ¿La gente más rara del mundo? y fue publicado en 2010 en la revista Behavioral and Brain Sciences. El objeto central de la atención de este sorprendente trabajo es el grupo de personas que han sido identificadas como WEIRD: Western (occidentales), Educated (que tienen educación formal), Industrialized (que viven en países industrializados), Rich (de altos ingresos) y Democratic. Los autores se preguntan: “Dado que el conocimiento científico sobre la psicología humana se basa ampliamente en hallazgos obtenidos con esta subpoblación, nos preguntamos cuán representativos son estos sujetos a la luz de los datos comparativos disponibles. ¿Cuán justificados están los investigadores para asumir una generalización a nivel de especie a partir de sus hallazgos?” (2010, 41)
Se imponen algunas precisiones. Por cierto, habría que preguntarse cuál es el problema implicado y por qué atañe principalmente a la muestra Weird; después de todo, el problema de la generalización se plantea para cualquier investigación basada en cualquier grupo, muestra, población o sujetos. En ello, el grupo Weird no hace diferencia epistemológica alguna. La situación cambia radicalmente cuando se tiene en cuenta que un análisis reciente de las revistas más importantes en seis sub disciplinas de la psicología entre 2003 y 2007 revela que el 96% de los sujetos estudiados provienen de países occidentales industrializados (América del Norte, Europa, Australia e Israel). De este total, el 68% corresponde a los Estados Unidos. Por otra parte, considerando esta vez a los primeros autores de los artículos, ocurre que un 73% de ellos proviene de universidades estadounidenses, y un 99% (incluyendo el ya referido 73%) de países occidentales. Henrich, Heine y Norenzayan concluyen: “Esto significa que el 90% de las muestras psicológicas proviene de países que suman solamente el 12% de la población mundial” (2010, 63). Pero, no es todo. Un estudio acerca de los artículos publicados en la Journal of Personality and Social Psychology muestra que el 67% de las muestras estadounidenses se componen solo de estudiantes de pregrados de cursos de psicología (Arnett 2008). Esto convierte a los Weird en una limitadísima muestra dentro del propio país. Con mayor razón, entonces, estamos en condiciones de reformular la cuestión inicial: ¿en qué fundamentan sus pretensiones de generalización? Complementariamente, a Henrich, Heine y Norenzayan les llama mucho la atención el hecho que, rara vez, sin es que en alguna, los autores de los diversos ámbitos no incluyen algún tipo de advertencia que admita o ponga algún foco de interés en lo problemático de las generalizaciones y su representatividad a partir de muestras claramente insuficientes (2010, 63).
Pudiera concluirse, en una primera aproximación, que los cuestionamientos a las pretensiones de generalización competen principalmente a los ámbitos de la psicología. La revisión de los comentarios de una diversidad de especialistas sobre el artículo de Henrich, Heine y Norenzayan, en el mismo número de la revista Behavioral and Brain Sciences, abre las compuertas y expande las dificultades para otras áreas: la ética, el comportamiento económico, la antropología, las ciencias cognitivas, las neurociencias, las teorías del aprendizaje y, lo que resulta perfectamente esperable, el pensamiento crítico. Ello en la medida en que han construido sus generalizaciones a partir de muestras Weird y, por ejemplo, de experimentos mentales que se repiten una y otra vez en la literatura: así, la elección entre políticas sobre un brote de gripe asiática, el dilema de los prisioneros, el tranvía fuera de control, las líneas en el experimento de percepción visual Müller-Lyer, el juego del dictador en la toma de decisiones del ámbito económico, etc.etc.
Entre los argumentos contra las generalizaciones basadas en muestras Weird, los autores acuden a la literatura que da cuenta de hallazgos sobre el comportamiento humano en términos comparativos, contrastando unas culturas y otras. De entre la multitud de temas que se generan y se plantean a partir de este tipo de investigación, resalta aquel que llama la atención sobre inocultables diferencias entre países o poblaciones occidentales y no occidentales en relación a la percepción que las personas desarrollan acerca de sí mismas; así, por ejemplo, un estudio revela que “las personas de poblaciones occidentales (a saber, australianos, estadounidenses, canadienses, suecos) tienen a comprenderse a sí mismos en términos de características psicológicas internas, tales como actitudes y rasgos de personalidad, y menos en términos de roles y relaciones, que gentes de poblaciones no occidentales” (2010, 70). En esta auto-percepción , las poblaciones occidentales exhiben asociadamente un fuerte aprecio por la independencia y la autonomía y, en último análisis, un consistente individualismo, como sería el caso de los ciudadanos estadounidenses. Estas diferencias tendrían importantes implicaciones, por ejemplo para el comportamiento económico, particularmente cuando las muestras, precisamente, son del tipo Weird y no representan al resto del mundo.
Complementariamente, una distinción asociada es la que contrasta el pensamiento analítico y el pensamiento holístico y que se presta fluidamente para establecer diferencias entre sujetos occidentales y no occidentales. La distinción compara los rasgos descontextualizadores, no-situacionales y disposicionales del estilo analítico versus la modalidad contextualizadora y situacional del estilo holístico. Sostienen los autores: “En suma, aunque los sistemas cognitivos analítico y holístico están en todos los adultos normales, un amplio monto de evidencia muestra que el uso habitual de los que se consideran procesos cognitivos ‘básicos’, incluyendo aquellos implicados en la atención, la percepción, la categorización, el razonamiento deductivo y la inferencia social, varían sistemáticamente de unas poblaciones a otras de modo predecible, resaltando la diferencia entre Occidente y el resto del mundo” (2010. 73).
Todo lo anterior en esta sección ha abonado el terreno para formular la pregunta pertinente: ¿qué implicaciones tienen tales antecedentes para las definiciones y programas de pensamiento crítico? Por cierto, los antecedentes pueden multiplicarse; así, Danks y Rose afirman: “Desafortunadamente…ha habido relativamente pocos estudios culturales comparativos sobre los procesos de aprendizaje” (2010, 90). Resulta igualmente llamativo que mucha literatura simplemente descontextualice y vuelva abstracto el pensamiento crítico a grados incomprensibles. Así, por ejemplo, Anne Fernald precisa: “Las diferencias en el estatus socioeconómico están fuertemente asociadas con la cantidad y calidad de la estimulación cognitiva temprana disponible para los niños y la estimulación cognitiva temprana realmente importa” (2010, 90).
En fin, ninguna visión panorámica del escenario intelectual podría eludir la situación de balcanización disciplinaria que distancia incomprensiblemente a campos como “la psicología, la economía, la antroplogía y la biología” (Panchanathan, Frankenhuis y Barrett 2010, 105). Esta balcanización se manifiesta claramente en la sensación de diversidad irreductible que se experimenta al examinar las múltiples definiciones, orientaciones y programas de pensamiento crítico, afectad0s igualmente por las muestras Weird.
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Un artículo publicado en el Cambridge Journal of Education, en 2008, da cuenta de lo ocurrido con 34 mujeres jóvenes drusas que entre 1980 y 1990 accedieron a universidades de Israel. En lo principal, actuaron movidas por la convicción inicial de que tal experiencia tendría importantes consecuencias de movilidad social. La investigadora Naomi Weiner-Levy presenta un resumen de las entrevistas efectuadas a estas jóvenes. Para comprender el valor de los hallazgos, es necesario desarrollar las necesarias consideraciones de contexto.
Los drusos son una minoría religiosa, dispersas fundamentalmente en algunos países árabes e Israel. Son monoteístas, al parecer creen en la reencarnación, pero mantienen en un profundo secreto los detalles de sus creencias y prácticas religiosas. En consecuencia, se trata de una comunidad cerrada, difícil de perfilar, con fuertes ataduras entre sus miembros. Las ambiciones personales son percibidas como algo inmaduro e indeseable; por el contrario, se promueve una fuerte interdependencia que subestima los pensamientos y sentimientos de tipo personal. Como es dable inferir, se trata de una comunidad basada en el principio de autoridad –y la correlativa apología de la sumisión-, encarnado en los líderes del grupo que son habitualmente los hombres más viejos. Claramente, las mujeres tienen un estatus inferior. Esta comunidad patriarcal establece que ellas deben obedecerá los hombres de sus familias, han de vestirse de manera modesta y no pueden mantener contactos con otros hombres. Así como no tienen derechos relacionados con herencias, no se les permite frecuentar lugares públicos. Sus opiniones no cuentan y deben acatar las decisiones masculinas. Como era dable esperar, estas 35 mujeres jóvenes, en intensidades variantes, padecieron la fuerte oposición de sus comunidades cuando decidieron incorporarse a la universidad. Incluso se las amenazó con el ostracismo, pena reservada tradicionalmente para los asesinos y violadores.
Un tercio de ellas se integró a carreras del ámbito de la química, las matemáticas y la ingeniería, y las restantes a carreras de las áreas de la educación y las ciencias sociales. Eran las primeras mujeres drusas en dar el paso. Fueron entrevistadas entre 1997 y 2002, en un formato que permitía recoger sus propias impresiones y percepciones sobre las experiencias que les iban ocurriendo. Lo primero que salta a la vista es el fuerte contraste que comienza a configurarse entre el campus universitario y el poblado de sus comunidades de origen y los efectos que esa contraposición comienza a producir en cada una de ellas. Se trata de un efecto doble; de una parte, los propios contenidos del currículo de cada carrera tuvieron consecuencias disolventes para muchas de las ideas que ellas traían. Probablemente, y en particular el hecho de que las materias fuesen presentadas de manera plural, admitiendo diferentes puntos de vista sobre un mismo tema, provocaron el principal impacto. Saber que hay más de una perspectiva para examinar un asunto, tiene profundas consecuencias, sobre todo cuando se ha tenido una sola, protegida por la tradición y la autoridad. Complementariamente, no es menor el efecto de percibir que esas otras perspectivas tienen igual derecho a la formulación y al análisis. No hay veto previo.
Pero esta experiencia –por así llamarla, intelectual– estaba acompañada de otra, asociada a la convivencia habitual, característica de los campus universitarios auténticos. Las jóvenes drusas fueron admitidas en un ambiente en el que no existían las discriminaciones de las que eran objeto en sus comunidades de origen, en el que sus opiniones eran admitidas y promovidas, en el que podían convivir con hombres sin por ello ser objeto de censura. Esta atmósfera de igualdad en la manifestación de las ideas y en las opciones de la convivencia, originó un contraste vívido e indesmentible para ellas. El contacto con el conocimiento precipitó muchas preguntas. Pero, lo que es más sustantivo, permitió el descubrimiento del valor moral de la independencia de pensamiento y de la autonomía en la conducta; en suma, las bases éticas de la experiencia de la libertad. Como no podía sino resultar así, la mente de cada una de ellas se convirtió en un campo de batalla, en cada caso diferente, con intensidades variantes, dando lugar a fuertes redefiniciones de la identidad personal. Para usar la analogía de Koyré, viniendo de un universo cerrado comenzaron a experimentar un universo abierto (Koyré 1999) . En las entrevistas, confirma Weiner-Levy, “las participantes describieron las disputas con sus maridos, con sus familiares nucleares y extensas y, a veces, con toda la comunidad después de regresar como mujeres con formación, en busca de comprender sus identidades, así como las ideas y las concepciones que adquirieron durante sus estudios“ (2008, 509).
Desde su período de fundación en el siglo IX en el mundo islámico y a partir del siglo XII en Europa, las universidades han constituido espacios de fuerte renovación intelectual y espiritual. Este mismo mensaje institucional ha sido transmitido sistemáticamente conforme el formato de educación superior se ha extendido por el planeta desde esa época hasta nuestros días, convirtiendo a cada quien en ciudadano del mundo, en donde no importa tanto de dónde provienes como aquello en lo que te conviertes. Por cierto, muchas presiones políticas y sociales en general, pueden y han podido conspirar contra tal propósito, lo cual ejemplifica las tensiones que experimentan las instituciones cuando incluyen el pensamiento crítico en sus definiciones fundamentales (Halffman y Radder, 2015). Lo cual permite aproximarnos a una caracterización del pensamiento crítico como agente de fuertes transiciones identitarias y culturales. Tal es el perfil al que aluden, por ejemplo, autores como Martha Nussbaum y Amartya Sen (2008 y 2010).
Resulta crucial, en consecuencia, identificar dónde están obstáculos para la pedagogía del pensamiento crítico. Es claro que un obstáculo central es la cultura en la que cada quien está inserto, desde la estructura familiar a las creencias dominantes, incluyendo las propias institucionales educacionales. Ninguna cultura tiene vocación suicida, lo cual es suficientemente reforzado por mecanismos de inhibición de la vulnerabilidad que vuelve inmune el sistema social. Esto funciona así en términos ideales y en condiciones de aislamiento geográfico, pero entra en crisis cuando las culturas multiplican sus interacciones en escenarios de globalización. El caso druso examinado manifiesta la dinámica del cuestionamiento cultural. Podría decirse que la globalización, particularmente a través de Internet, erosiona profundamente las independencias culturales (Gelertner y otros, 2016).
Dicho todo lo anterior, parece razonable combinar esfuerzos que contengan y combinen la crítica cultural y la crítica de las disposiciones psicológicas individuales. En efecto, la literatura ha puesto a la vista, una y otra vez, la prevalencia de fuertes tendencias autoreferenciales que parecen transversales a los individuos de cualquier cultura y que hunden sus raíces en procesos perceptivos y cognitivos en general. En un sorprendente libro publicado originalmente en 1991, traducido al español en 2009 con el sugerente título de Convencidos, pero equivocados, Thomas Gilovich revisa los múltiples recursos psicológicos que las personas movilizan para mantener un férreo cinturón protector de sus creencias (Gilovich 2009); entre estos recursos resalta aquel que consiste en convertir al propio sujeto en el criterio para determinar la verdad o falsedad de una afirmación. Puede sintetizarse así: ¨Yo lo creo, en consecuencia tiene que ser verdadero¨. Otra manera de formularlo puede adoptar esta forma: ¨Si está en mi mente, tiene que ser verdadero¨. En lo fundamental, se trata de tomar decisiones epistemológicas en el ámbito de la propia subjetividad, considerándolo suficiente y descartando cualquier otro criterio de verdad exterior a ese ámbito.
Sin duda, esta orientación autoreferencial es siempre funcional a la pertenencia cultural. Dicho eso, un programa cuyo núcleo sea el cuestionamiento de tal orientación tiene valor por si mismo. Desatender la amplísima literatura que da cuenta de la investigación de experiencias como las ilusiones de la percepción, la memoria selectiva o la profecía autocumplida, constituiría un descuido no menor.
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1 Filósofo. Universidad de Chile, Profesor y Licenciado en Filosofía. Se ha especializado en las áreas de epistemología, pensamiento crítico y teoría de la comunicación. Ha desarrollado una extensa carrera académica, ha publicado 16 libros y una gran cantidad de artículos en revistas especializadas nacionales e internacionales.